Tic toc tic toc, el ruido de aquel infernar reloj no salía
de su cabeza, pero solo imágenes sueltas llegaban a su cabeza, la palidez de su
piel, agua, mucha agua, su vestido empapado pegándose en su piel, sus labios,
sus suaves labios abandonados por el color de la vida, sus mejillas violáceas
por el frio y la muerte y sus ojos perdidos y vacíos. Gritó, gritó con todas
sus fuerzas pero no se escuchó ningún grito, la siguiente imagen fue su tumba,
aquella cruz dorada perdida en el bosque, su lugar especial, así lo llamaba.
Después otros recuerdos vinieron a su mente, paredes blancas, batas blancas,
pieles pálidas por la falta de luz, rostros borrosos. La luz del sol solo podía
verla cuando el atardecer llegaba a las ventanas, recordaba una biblioteca con
libros tan viejos a los que les faltaban hojas, perdidas a lo largo de los
años. El ruido del reloj se detuvo para escuchar el ruido de su mayor miedo, el
silencio, un silencio que arrastraba susurros y gritos ahogados de locura, los
pasos o más bien el ruido de los pies arrastrándose sobre el suelo de los
interminables pasillos. Ese maldito lugar, el lugar donde nadie sabía quién
era, donde sus manos fueron atadas, donde perdió su nombre, donde fue cegado…
Volvió a gritar aquella visión le aterraba, y esta vez ese grito si sonó, sonó
tanto que logró hacerle abrir los ojos, despertarle de aquella horrible
pesadilla, cuando se dio cuenta de que solo había sido un sueño lloró, lloró
por su Alicia, y por sus recuerdos de aquel lugar, lloró una vez más por si
mismo. Y es que nunca había sido
un
sombrerero que tuviera dulces sueños.